El libro del Licenciado Sócrates Campos Lemus arroja una serie de reflexiones que a veces van contra la lógica, pero no por ello faltan a la verdad.
Se me ocurre, por ejemplo, preguntar ¿qué fue primero el delincuente o la cárcel?
Si primero fue el delincuente, ¿dónde aprendió a delinquir si no había penales ni reclusorios?
El delincuente no nace por generación espontánea, tampoco está en su información genética delinquir. Hay un elemento en el ambiente que lo conduce a cometer el delito.
Este factor no tiene origen social, tiene su raíz en el Estado, lo que es más preciso, en los gobiernos.
Un gobierno que se digne de serlo debe tener muchas responsabilidades, y esas responsabilidades deben implicar a todos los ciudadanos.
No hacerlo significa marginar. Si un Estado o un gobierno marginan a alguien, no nos extrañe que después ese “alguien” sea un delincuente.
La dinámica del Estado se ha extraviado a causa de los hombres que ocupan el gobierno. Es decir los políticos han terminado con la vocación de servicio que debe identificar a la práctica política y han perdido en el camino hacia el poder la sensibilidad humana.
Las dinámicas sociales, como la educación no puede dejar a nadie fuera de ella, porque un marginado de la educación es una persona con mayores posibilidades de ser un delincuente.
Aquí no estamos criminalizando la pobreza, sino a las instituciones, porque si las dinámicas sociales contaran con los valores suficientes para tener líderes que mostraran a los pueblos el camino con el ejemplo, la delincuencia no tendría las dimensiones actuales.
Si las dinámicas sociales que comprometen a los hombres a ejercer el poder tomaran más en serio sus responsabilidades no habría cárceles y por lo tanto no habría delincuentes.
La educación, la vivienda, la salud, son factores determinantes y esenciales para la vida. Pero no hay Estado actualmente que pueda garantizarlos a su población.
Así, el Estado justifica sus propias deficiencias creando el delito y para darle legitimidad erige cárceles. Empieza por los pobres y condena, incluso a la horca a los miserables que no pueden defenderse, convirtiendo al Estado en un delincuente institucional.
Si observamos en un camino de abajo hacia arriba a los miserables que delinque por necesidad y, de arriba hacia a los herederos del Estado que delinquen por la necesidad de perpetuarse en el poder, encontramos que los delincuentes ya no caben en las cárceles. Pero tras las rejas hay más miserables que herederos del poder, porque ellos todavía lo detentan.
El poder está ahora diversificado pero no compartido, y a eso suelen llamarle democracia, siempre y cuando ese poder no llegue a los pobres.
Ahora el poder lo posee el policía, el custodio, el director del penal, el banquero, el político (ni qué dudarlo), todos ellos tienen un trozo de poder, grande o pequeño es poder. Quienes no hayan heredado el poder, lo han conseguido en muchos casos, a partir de un delito, grande o pequeño, pero delito al fin y al cabo.
Dicen que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente.
Esto quiere decir que no podemos ya medir la magnitud del poder por su fuerza sino por su violencia; ni por su cantidad sino por su contundencia. El poder no se califica por sus intenciones sino por sus hechos.
Decía un amigo mío, el poder siempre será de derecha, porque —parafraseando a Max Weber—, posee el monopolio de la violencia.
El poder no tolera todavía diferencias, porque en las diferencias es posible que nos identifiquemos. Todos somos tan diferentes que somos iguales y esa igualdad que evoca la democracia afecta al poder, lo hace débil.
Ahí están los disidentes tras las rejas. No necesariamente tienen que ser presos políticos o guerrilleros para cuestionar el poder, son sancionados por el autoritarismo y la intolerancia que un poder que sabe gobernar.
Los presos cuestionan, con su conducta, al poder y exponen sus deficiencias.
Esto lo deja muy claro Sócrates Campos Lemus en su texto.
Desde luego un testimonio, un análisis y algunas anécdotas que forman parte de nuestra historia nacional. También palabras salpicadas de buen humor.
Palabras tan ingeniosas y lúcidas como sólo aquellos que han vivido en las sombras pueden hacer brillar.
Gracias Sócrates.
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